
¿Cómo sucede la amistad? Una pregunta que me acompaña desde la infancia
Hoy es el Día del Amigo.
Y desde que soy madre de Mía, este día me toca de una forma distinta.
Paradójicamente, es gracias a ella que hoy tengo una capa más de sabiduría sobre este tema, una que quiero compartir con mi tribu.
Hay algo en la idea de la amistad que me confronta con uno de esos límites que cuestionan en silencio.
No es algo que uno se proponga.
La amistad… sucede.
Recuerdo que de pequeñísima, un día en la playa, estaba con mi hermano —mi mejor amigo en ese entonces— y vi a una nena que me fascinaba. Entonces le pregunté a mi mamá:
—¿Cómo se hace para tener amigos?
Y ella me respondió:
—Solo vas y le pedís: “¿Querés ser mi amiga?”
Claro… yo no dudaba de lo que me decía mi mamá —en ese entonces, ella era como la biblia para mí.
Pero había algo en esa respuesta que no me cerraba del todo.
Yo no quería pedirlo.
Yo quería que sucediera.
Quería que esa nena me mirara y me eligiera.
Pedirlo se sentía… como romper el hechizo.
Y es que, en el fondo, lo que deseaba con todas mis fuerzas era vivir esa magia: la de elegir… y ser elegida.
Hoy, después de tantas décadas, esa escena sigue viva en mi mente, con una intensidad luminosa.
Me convoca, una vez más, a descifrar ese enigma:
¿Cómo sucede la amistad?
Y claro…
La capa de sabiduría está en esa última pregunta.
La de esa nena chiquita —que nunca deja de asombrarme con sus preguntas al hueso—:
Hoy entiendo algo que antes no veía.
La amistad no es un concepto. Ni un resultado.
No hay “un amigo” esperándome en algún lugar para ser descubierto.
Hay personas. Compañeros. Pares. Gente amistosa. Madres o padres amigables.
Pero amigo…
Ese con quien no podés estar demasiado tiempo sin compartir algo,
ese amor sin género ni compromiso,
ese vínculo absolutamente libre y voluntario,
que se comunica más allá de las palabras, del tiempo o la distancia…
eso es otra cosa.
Eso es una experiencia vivida con un otro.
Y nunca es artificial.
La amistad sucede.
Y sucede más en un plano simbólico que real.
No se trata solo de los atributos de las personas que se encuentran.
Es la magia de conectar.
¿Horizontalmente?
Sí.
Alguien como yo… y a la vez maravillosamente distinto.
Es —en muchos sentidos— una suerte de enamoramiento.
Y mirada desde ahí,
la amistad ya trae en su corazón un elemento que, para muchos de nuestros peques, es especialmente difícil.
Hoy la miraba a Mia y me decía (menos mal que para ella este es un día más).
Pero me asaltó el pensamiento:
¿O será un día menos?
Porque sé que a ella las personas le llegan de una manera distinta.
Y sin embargo, también sé que lo que para mí es una experiencia preciosa… para ella suele serlo también.
Y ahí duele.
¡Auch! ¿Cómo se sabe?
¿Cómo se sabe si está floreciendo algo, si la tierra es fértil, si hay raíces creciendo bajo lo que aún no se ve?
El autismo —eso que vino a poner patas para arriba mi maternidad y mi vida— me trajo, paradójicamente, algo que valoro profundamente:
un llamado radical a la rigurosidad.
Esa que siempre amé y cultivé.
Esa que no permite confundir el síntoma con la causa,
ni aceptar curitas mentales como consuelo.
Si algo no cierra, no abandono la pregunta.
Si algo sucede —o no sucede—, no lo tapo con racionalizaciones.
El autismo, con toda su crudeza y belleza, te llama tan profundo que no te deja quedarte en la superficie.
No te permite conformarte con lo que no es.
Y ahí…
¡Bingo!
Ahí está la pista.
La amistad es algo tan precioso porque, justamente,
puede ser que nunca suceda.
¿Te confundo?
Puede ser.
Tampoco es que yo lo tengo clarísimo.
Pero creo que va por acá:
La amistad tiene algo que roza el sentido de estar vivos.
No es un evento. No es un estatus.
Es algo que se va realizando, a veces con nitidez, a veces con niebla.
A veces fugaz, a veces permanente más allá de todo.
Tengo un amigo con el que no hablo hace años.
Desde los 13 que no me hace falta preguntarme si aún lo es.
Porque lo es.
No importa si no nos vemos seguido.
Lo nuestro existe en un plano donde el tiempo y la frecuencia no son las medidas del amor.
Y vuelvo con otra capa…
La amistad, creo ahora, se ubica como un elemento dentro del gran proceso de los procesos: el de la vida misma.
No aparece de golpe.
Va sucediendo.
Se manifiesta de forma única, a través de un sinfín de momentos que —muchas veces— solo se pueden atrapar cuando los nombramos.
“Este es mi amigo.”
Y ahí ocurre algo mágico:
la amistad se vuelve real en el acto de nombrarla.
No es cuando decimos: ¿Querés ser mi amigo?
Es cuando alguien —sin guión ni aviso— te dice:
“Amiga.”
Y sin embargo,
para llegar a ese instante, la amistad ya tuvo que haber sido vivida.
Porque nadie nombra como “amiga” a quien no lo fue ya en el cuerpo, en los gestos, en las risas o los silencios compartidos.
Vuelvo a mi enigma.
¿Cómo le transmito esto a mi nena?
A mi radical.
A la que no admite metáforas ni metonimias en su lenguaje.
¿Cómo habilito la experiencia de la amistad?
¿Cómo la introduzco en ese valor tan humano, tan profundo?
¿Es parte de mi trabajo?
¿Es mi responsabilidad que lo logre?
¿Que “obtenga ese resultado”?
Vamos por partes…
Cuando muchas familias deciden desescolarizar a sus hijos, la objeción más frecuente —incluso la más visceral— es:
“¿Y la socialización?”
Es tan insistente esa pregunta que nunca parece suficiente cuando respondemos:
“Vamos a seguir moviéndonos por el pueblo.”
“Le voy a seguir transmitiendo reglas de convivencia.”
“Y si puedo, también todos los valores sociales de nuestra cultura.”
No alcanza.
Entonces agregamos:
“Va a ir a patín, a natación, a scouts…”
Y aún así, nos vuelven a preguntar.
Y yo me pregunto:
¿Por qué preguntan tanto?
Tal vez porque tampoco tienen una respuesta clara al enigma de la amistad.
Y como la experiencia más habitual es “el amigo de la primaria” o “el amigo que tengo desde el jardín”…
Ese paradigma los formó.
Y temen que nuestros peques no vivan lo mismo.
No lo sé. Solo adivino.
Pero esa insistencia me dice que ahí hay algo más profundo.
Una nostalgia colectiva.
Un deseo compartido.
Una herida también.
Esta vez, salgo del papel de maestra ciruela.
Hoy no vengo con certezas.
Vengo a mi tribu a validar la pregunta.
A decir —tal vez— que mientras siga viva,
es más real. Más verdadera.
Porque esa pregunta también nos salva del piloto automático.
Nos rescata de la banalización.
Hoy cualquiera llama “amigo” a un extraño.
Por amabilidad.
Tal vez por sed de conexión.
Pero algo se diluye cuando usamos las palabras sin habitarlas.
Lo que vengo a traer no es un dolor.
Es un mensaje:
vivir en la pregunta, sin parálisis y sin cierre.
Porque ahí también sucede la amistad.
Ahí se hace cuerpo.
Y ya lo sabemos:
nuestros peques nos ven.
Y encontrarán, a su manera,
su propio camino hacia ella.
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