
¿Para qué educamos? Un análisis que va más allá de lo evidente.
La educación es un derecho. Nadie parece discutirlo. Desde políticos hasta expertos en políticas públicas, desde organismos internacionales hasta el sentido común de cualquier padre, hay un consenso absoluto: la educación es la clave para resolver los problemas sociales, reducir la desigualdad, abrir oportunidades. La educación es "la solución".
Pero aquí surge una cuestión incómoda: decimos que la educación es un derecho, pero rara vez nos preguntamos realmente qué significa eso.
La educación como dogma: un concepto incuestionable
Cuando algo se convierte en un dogma, deja de cuestionarse. Se da por hecho. Y eso es lo que ha pasado con “la educación”: la vemos como algo incuestionable, como un bien a resguardar "a cualquier precio". Nos preguntamos si el modelo educativo que hoy tenemos realmente está cumpliendo su propósito, pero falta algo vital en esa pregunta: ¿cuál es, en realidad, ese propósito?
Las sociedades han aceptado que "más educación" es sinónimo de "mejor futuro". Se mide el acceso a la educación, los años de escolarización, la cantidad de graduados. Pero ¿qué pasa si estamos midiendo las cosas equivocadas?
Porque los hechos son claros:
No porque una persona pase más años en la escuela tiene garantizado un futuro mejor.
No porque un país tenga un sistema educativo obligatorio significa que sus ciudadanos sean más críticos, autónomos o creativos.
No porque un sistema invierta más en educación formal significa que los problemas estructurales desaparecen.
Tampoco podemos afirmar que nuestros lideres “educados” puedan gracias a ello mejorar drásticamente la calidad de sus decisiones.
Esto no es una opinión. Son hechos que vemos todos los días. Entonces, si la educación es la solución, pero seguimos viendo las mismas fallas en la sociedad, ¿no será momento de preguntarnos si la estamos planteando de la manera correcta?
Derecho, deber y modelo: lo que no se discute
Cuando hablamos del derecho a la educación, generalmente lo que en realidad se defiende es un modelo específico de escolarización. Y ahí es donde empezamos a confundir las cosas:
El derecho a la educación no significa que todos los niños deban pasar por el mismo sistema.
El derecho a la educación no debería significar la obligación de encajar en una estructura estandarizada.
El derecho a la educación no se garantiza sumando horas, materias o exámenes.
Y sin embargo, así es como se mide. ¿Cuántos años pasó un niño en el sistema? ¿Cuántas pruebas aprobó? ¿Cuánto contenido acumuló?
Pero lo que realmente debería importarnos es si ese niño aprendió a pensar, si tiene criterio, si puede enfrentar el mundo con confianza, si sabe cómo aprender por sí mismo. Por supuesto que esto siempre será en la declamación lo que se desea asegurar, pero una vez mas queda fuera del foco. Y cuando, ¡horror!, algún niño no aprende como “debería”, entonces se diseña algo paralelo para “conformar especialmente” ese derecho, en lugar de replantearnos el sistema completo.
Y eso, muchas veces, no está garantizado en el modelo que damos por obvio.
Redefinir el derecho a la educación: una mirada desde el sentido común
Si la educación es realmente un derecho fundamental, entonces deberíamos preguntarnos qué significa garantizarlo. En teoría, el Estado asegura el acceso, pero ¿es suficiente el acceso para garantizar el aprendizaje real?
Tal vez, en lugar de derecho a la escolarización, deberíamos hablar de derecho al aprendizaje significativo. Y automáticamente subir la vara para enfocarnos en el verdadero problema o necesidad. En lugar de un modelo único e impuesto, podríamos hablar de diversidad de opciones educativas, que no sean planteadas como remedios para los que no encajan sino con su lugar por propio derecho de existencia pensando en que por ejemplo no haríamos el mismo tipo de escuela para un mono que para un delfín. En lugar de medir el acceso a la educación en años de escolaridad, podríamos enfocarnos en si las personas realmente han desarrollado habilidades para la vida.
Porque la realidad nos muestra que el acceso no es garantía de resultados. La escolarización no siempre significa aprendizaje, y la cantidad de tiempo invertido en un sistema educativo no asegura que las personas salgan preparadas para enfrentar el mundo con criterio y autonomía.
Y esto no es una cuestión de teoría. No es un debate académico. Es sentido común.
Si la educación es realmente un derecho fundamental, entonces debería ser un derecho a aprender, no solo a escolarizarse. Y entonces cuidado: me pueden decir “el aprendizaje significativo es algo que no puede garantizarse” Correcto entonces el derecho a la educación no deja de estar en cuestión: puesto que todo derecho conlleva una obligación, y en este caso como vemos una obligación a cumplir un propósito cojo.
La pregunta que todo padre debería hacerse
Cuando educamos a nuestros hijos, lo que realmente estamos haciendo es prepararlos para la vida. Pero, ¿qué significa prepararlos para la vida?
Si enseñamos matemáticas, ¿es para aprobar un examen o para que puedan manejar sus finanzas y entender el mundo con lógica?
Si enseñamos a leer, ¿es para completar un programa escolar o para que puedan explorar ideas, cuestionar y comunicar?
Si enseñamos historia, ¿es para memorizar fechas o para comprender cómo se construyen las sociedades y aprender de sus errores?
Cada padre, madre o educador debería hacerse esta pregunta: ¿Para qué educo?
Porque si no tenemos claro el "para qué", terminamos simplemente siguiendo un camino preestablecido, sin cuestionarlo. Y la educación, en lugar de ser un proceso consciente y con sentido, se convierte en una sucesión de contenidos sin dirección.
Conclusión: De lo abstracto a lo concreto
Estamos habituados a pensar en lo abstracto—propósitos, derechos, garantías sociales e individuales—como si fueran las cuestiones más complejas. Pero la verdadera complejidad no está en la teoría, sino en lo simple y concreto: en el día a día, en las pequeñas decisiones que tomamos como padres, en la forma en que acompañamos el aprendizaje de nuestros hijos.
Porque, más allá de cualquier definición, más allá de cualquier modelo impuesto, lo que nuestros hijos reciben en su vida real es lo que realmente define la educación.
Cuando nos sentamos a enseñar a nuestros hijos, en el acto mismo de hacerlo, estamos entregando un modelo de aprendizaje. Cada interacción, cada pregunta, cada manera de abordar el conocimiento le muestra cómo es aprender.
Si a nivel macro estamos notando que este modelo no funciona, ¿qué tal cambiarlo desde casa?. Y ojo no hablo de sustituir instituciones ( la escuela por el homeschooling) sino de tomarnos esta tarea de educadores mas allá del “sistema de entrega”
Este hijo tuyo va a crecer. Y cuando lo haga, será parte de aquellos que tal vez trabajen por redefinir la educación. Si él ya vivió la experiencia que la sociedad necesita, entonces ya habrás cambiado el mundo y la educación en general.
Las definiciones que recibimos y nos entregamos hasta este punto sí son útiles y sí sirven. Porque lo cierto es que las instituciones no son edificios ni manifiestos; son la manera en que, como sociedad, hemos intentado hacer que algo funcione basándonos en la experiencia acumulada.
Desde mi punto de vista, la manera de honrar esta historia de decisiones decididas, está en mantener viva la pregunta que las originó. Cuando no las damos por cerradas ni concluidas, siguen siendo herramientas valiosas. Son el patrimonio de aprendizajes y decisiones pasadas que nos invitan a honrar ese esfuerzo de responder, respondiendo cada vez o al menos cuestionándonos si nuestras respuestas siguen siendo suficientes.
¿Y tú? ¿Te has preguntado para qué educas? Te leo en los comentarios.