
Proceso de educar en casa – Nuestra experiencia – ¿Por dónde empiezo?
Un salto que no tenía mapa (pero sí propósito)
Recapitulando, podría decir que vengo escolarizando en casa desde hace más años de los que digo.
Te cuento mi camino:
Mia tuvo una experiencia hermosa durante el jardín de infantes. Entre los 4 y los 6 años formó parte de lo que acá llamamos Educación Inicial. Y lo primero que hice —contra todas las recomendaciones recibidas— fue no escondernos. Desde el momento cero compartí su diagnóstico, su forma única de estar en el mundo, sus necesidades, sus dificultades... pero también su esencia. Me puse completamente a disposición para construir un vínculo real con la escuela, alineada con la dirección, colaborando desde las fortalezas.
No fue fácil. Pero lo logramos.
Mia progresó año a año, participó de actos, salidas, cumpleaños, armó un grupo de pertenencia... incluso muchas de las estrategias que usamos con ella después se implementaron para todos: ingreso escalonado al SUM, períodos de adaptación más flexibles, propuestas más humanas. Aprendió. Y enseñó.
Pedí al Ministerio que le permitieran quedarse un año más en sala de 5. Tal vez ya intuía que este proceso tan cuidado no iba a sostenerse cuando pasara a Primaria, a otra escuela. Fue un año igualmente rico, y la transición se trabajó codo a codo. Armaron un grupo de amiguitos que la acompañarían en primer grado, y hasta se pensaron consignas y pistas para suavizar ese paso.
Pero…
Apenas comenzado primer grado, se declara la pandemia.
Se suspenden las clases presenciales.
Y para ella no hubo ninguna propuesta. Ninguna.
Quedó a la deriva.
Y ahí, sin pensarlo mucho, me puse completamente al frente.
Aunque tal vez… la primera chispa fue mucho antes.
Con mis hijos mayores.
Pero esa es otra historia.
Desde que Mia comenzó formalmente la primaria hasta llegar (teóricamente) a cuarto grado, todo fue en declive.
Sobrecarga de terapias. Intervenciones sin sentido. Reuniones infinitas.
Nunca estuvo más de tres horas seguidas en la escuela.
Y siempre con el teléfono en la mano, esperando que me llamaran para ir a buscarla.
Yo diseñé un Plan Pedagógico Individual, con apoyos y adecuaciones. Nunca se implementó.
Las ideas que traíamos con sus terapeutas eran escuchadas con amabilidad… pero sin traducción a la realidad.
Mia no estaba siendo incluida.
Las únicas propuestas para ella eran “un rato en el patio” y “otro en huerta”.
Y aunque me agoté, nunca dejé de apoyar.
A las docentes. A los equipos. A las instituciones.
Jamás discutí, aunque fui firme. Siempre colaboré. Pero me agoté.
Mi estrella del norte siempre fue su autonomía.
Y mi límite, su bienestar.
Y me di cuenta de que en esa batalla venía perdiendo terreno.
Mia era cada vez menos autónoma en la escuela.
Y su bienestar, cada vez más frágil.
Todo era un mismo mensaje disfrazado de buenas intenciones:
“Como Mia no puede… entonces…”
Y no quise más que recibiera ese mensaje.
Me agoté.
Y también me desperté.
Lo que imaginaba vs. lo que fue
Si me preguntás cómo imaginaba que sería educar en casa…
Te diría que al principio ni siquiera me lo imaginaba.
Porque yo no quería dejar la escuela. Quería que funcionara. Que nos encontraran un lugar. Que Mia pudiera estar, crecer, aprender, disfrutar… como cualquier otro niño.
Yo me veía como parte de un engranaje que hacía ajustes, aportaba ideas, sostenía lo que hiciera falta para que ella pudiera formar parte. Me imaginaba en red. En diálogo. En respeto mutuo.
Me imaginaba acompañada.
Pero lo que fue…
Fue que ese engranaje nunca giró del todo.
Las puertas parecían estar abiertas, pero no giraban.
Y me fui quedando cada vez más sola, más alerta, más cansada.
Educar en casa no fue una decisión romántica ni rebelde.
Fue una decisión de cuidado.
Una manera de preservar a Mia del agotamiento, del sinsentido, de ese mensaje encubierto que repetía:
“Esto no es para vos.”
Y aunque me dolió asumirlo, también fue una oportunidad de transformar esa pregunta —“¿cómo hago para que encaje?”— en otra mucho más poderosa:
“¿Qué tipo de aprendizaje la hace florecer?”
¿Por dónde empecé yo? (Spoiler: no fue por los cuadernos)
Clave para mí fue mantenerme conectada con mi propósito.
Con ese faro interno que me repetía, aún en la tormenta:
“Esto se trata de ella. De su bienestar. De su autonomía. De su alegría de vivir.”
Pero para empezar… tuve que derribar una creencia muy profunda.
Esa que me decía que los demás lo iban a hacer mejor.
Que yo no sabía. Que no era suficiente.
Que asumir la educación de mi hija era algo tan grande, tan serio, tan complejo… que solo podía pasar dentro de un edificio llamado escuela.
Y me llevó un tiempo darme cuenta de que lo diferente no era el lugar.
Lo diferente era la manera.
Lo curioso es que, aunque nunca delegué del todo la responsabilidad —porque siempre estuve atenta, buscaba recursos, sumé maestras particulares para sostener lo que la escuela no podía—, igual sentía que “eso” no era educar en casa. Como si no tuviera permiso para asumir ese rol. Como si hacerme cargo fuera... usurpar un territorio ajeno.
Hasta que lo vi claro:
La barrera no era la escuela.
La barrera no eran los recursos.
La barrera era mi miedo.
Y cuando lo vi, no fue una epifanía mágica.
Fue más bien una aceptación suave, un susurro que decía:
"Ya estás haciendo todo. Solo que todavía no te diste cuenta de que esto también es escuela."
Las pequeñas certezas que se volvieron faros
Apenas tomé la decisión de educar en casa, me encontré con un tsunami de preguntas, miedos y ansiedad que no se iban ni con té de tilo ni con meditaciones.
El ruido venía por todos lados.
Y el más fuerte era este:
¿Cómo voy a demostrar que el trabajo está bien hecho?
Porque claro, si salíamos del sistema… ¿cómo garantizaba yo que Mia seguiría una trayectoria “normal”?
¿Cómo iba a mostrar avances si supuestamente debía estar en quinto grado, y aún no leía ni escribía?
¿No deberíamos empezar desde primero otra vez?
¿Y cómo muestro todo lo que hacemos si no hay pruebas, carpetas, boletines?
Ahí entendí que había otra mamushka escondida dentro del miedo:
la creencia de que el progreso de Mia debía medirse con la misma regla que usa la escuela.
Esa línea de tiempo que dice qué debe lograrse y a qué edad.
Esa idea de que avanzar es ir tachando contenidos como quien pasa de nivel en un videojuego.
Hasta que recibí un mensaje de otra mamá homeschooler que me cambió la vida:
“Solo vas a medir a Mia con ella misma.
Y tu creatividad, tu responsabilidad, van a ser el testimonio.
La trayectoria… la va a dictar su interés.”
Ese día se me abrió el pecho.
No porque desaparecieran las dudas, sino porque apareció una certeza nueva:
La medida real es el bienestar.
La coherencia.
La conexión.
Y entendí que no hay una única manera de practicar el homeschooling.
Que no todos eligen el mismo camino.
Y que justamente esa es la diferencia:
la libertad de optar por lo que resuena con vos, con tu hijo, con tu familia.
No es libertad sin límites.
Es libertad con responsabilidad.
Y esa fue —y sigue siendo— mi brújula.
Cuando la enseñanza dejó de ser supervivencia y se volvió creación
Hubo un momento en el que algo cambió.
Después del cansancio, después del dolor, después de derribar miedos, apareció un espacio nuevo.
Un silencio fértil.
Como si al soltar lo que no era, empezara a crecer lo que podía ser.
Y ahí, la enseñanza nació desde otro lugar.
Ya no como un parche.
Ya no como una respuesta desesperada.
Sino como un acto de creación.
Una forma de honrar lo que sí había.
Hace poco hablábamos con Ivi sobre los sueños rotos.
Esos que se te rompen brutalmente el día que escuchás el diagnóstico.
El niño que imaginaste… y que “nunca va a ser”.
Las experiencias que esperabas vivir… y que no van a llegar.
Los momentos que se esfuman sin haber ocurrido.
Pero también entendimos algo más grande.
Que ahí, en ese quiebre, hay una posibilidad.
Una oportunidad radical de hacer algo nuevo con lo nuevo.
Y eso no es aceptación tibia.
No es conformismo ni adaptación.
Es una forma de vida.
Una decisión valiente de pararte en tu verdad,
de reconciliarte con lo que es,
y desde ahí, crear lo que nunca existió.
Cuando te amigás con vos, con tu historia, con tu hijo tal cual es…
entrás en lo nuevo.
Con su frescura. Con su incertidumbre.
Pero también con una claridad que solo puede nacer de lo visceral.
Y desde ese lugar… la enseñanza se vuelve otra cosa.
Una danza libre.
Una exploración compartida.
Una posibilidad abierta que no se mide con reglas ajenas,
sino con una brújula interna que apunta a la conexión, al bienestar y al florecimiento.
Si tuviera que empezar de nuevo...
Si tuviera que empezar de nuevo,
haría pie en esta única certeza:
lo más importante que podía hacer… ya lo hice.
Creé vida.
Y aunque a veces lo olvidamos —porque es tan frecuente, tan cotidiano, tan dado por hecho— eso no lo hace menos milagroso.
Creemos que no es un mérito. Que no tiene esfuerzo. Que fue algo que simplemente “pasó”.
Pero no.
Para crear vida le puse corazón.
Le puse decisión.
Le puse el cuerpo.
Y eso es todo lo que tengo que seguir haciendo.
Con ese mismo corazón, con esa misma entrega, puedo seguir eligiendo cada día el camino que necesita mi hijo, y que también me transforma a mí.
No tengo que parecerme a ninguna otra mamá.
No tengo que replicar ningún modelo perfecto.
No tengo que demostrarle nada a nadie.
Solo tengo que volver, una y otra vez, a ese lugar donde empezó todo:
el amor incondicional.
Y desde ahí, vivirlo.
Sostenerlo.
Enseñarlo.
Eso…también es educar.
Ahora sí soy libre de elegir
Luego de tomar este camino, entendí que era ampliamente superador.
Que no importa cómo se implemente, ni cuán distinto sea lo que cada familia elija:
la responsabilidad en la crianza y la autenticidad en las decisiones son innegociables.
Yo tuve el regalo —el privilegio, incluso— de que la realidad me llamara fuerte.
Tan fuerte que no me dejó otra alternativa que hacer este aprendizaje.
Y aunque dolió, me transformó.
Hoy sé que conectar, educar con intención, crear desde lo que hay y desde lo que somos…
es algo tan profundo, tan vivo, que ni siquiera podría rendirlo como “materia aprobada” si Mia volviera mañana a la escuela.
Quedarme sin escuela me obligó a mirar de frente a la educación.
A ponerme en el rol principal de la crianza.
Y ahí descubrí algo que no esperaba: que era hermoso.
Que estaba agradecida.
Que esos miedos, tan grandes al principio, no eran más que puertas hacia una libertad nueva.
Hoy, desde este lugar, ahora sí soy libre de elegir.